DESESPERACION.
En una época en la que sobrevivir era privilegio de unos pocos, el hambre, la pobreza y la desesperación llevaba a los hombres a los límites de su raciocinio.
En una pequeña comarca azotaba a una familia la triste pobreza, eran tiempos difíciles.
Las nieves continuas de aquella temporada hacían que las tierras tuvieran cosechas infértiles.
Un ambiente desolador para una familia que vivía en una cabaña a las afueras.
Matrimonio bien avenido el de Manuel y Juana desde hace muchos años, con cuatro hijos de corta edad a los que alimentar.
Pero la desesperación estaba haciendo mella en aquella familia.
Los niños se pasaban la noche llorando por el hambre, sus desesperados solo les podían dar alguna ramita de hinojo para calmar esa ansiedad.
La familia sólo disponía de una cabra escuálida que apenas daba algo de leche y un viejo burro que Manuel usada como transporte.
Un día visitando el pueblo para cobrar un trabajo en harina de garbanzos.
Vio pasar un cortejo fúnebre.
Pregunto qué había pasado.
Y el molinero le comentó que la hija de un feudal fue arrollada por un carruaje.
Una joven de 19 años embarazada de un tratante de madera.
Una verdadera lástima.
Una joven bella y sana.
Manuel de que camino a su casa sólo un pensamiento le rondaba por la cabeza.
Una locura, pero que acabaría por unos momentos con su preocupación.
Mis hijos no pasarán más hambre, se dijo para sí, mientras se frotaba de forma espontánea sus puños.
Al llegar a su casa se mostraba ausente y pensativo, Juana le pregunto qué le pasaba, pero no contesto.
Su mujer no quiso insistir pues sabia ciertamente que la situación de la familia era lo que a su marido le estaba consumiendo.
Los niños se fueron a la cama como de costumbre.
Juana se sentó frente a la poca lumbre que quedaba a remendar las roídas ropas de los niños, como hacia todas las noches.
De repente Manuel pego un golpe encima de la mesa, haciendo que su mujer diera un salto del susto.
Se enfundo su casaca desgastada, cogió una pala y le dijo su mujer que volverían a mitad de noche.
Ella quedo extrañada, preocupa por la reacción de su marido y con los ojos húmedos, porque sabía que era capaz de cualquier cosa por sacar a su familia adelante.
Salió el espeso bosque cubierto de nieve con su burro en dirección al cementerio.
Nada le impediría realizar su descabellada locura.
Llego al campo santo y busco la tumba de la muchacha enterrada esa misma tarde.
Aun retumbaba en su cabeza la conversación con el molinero, joven y sana, joven y sana.
Sin miramientos la desenterró, la metió en un saco y la coloco encima del burro.
Durante el camino un extraño sonido le estaba atormentando, era un leve sonido, un constante tintineo, que le penetraba la cabeza.
Se detuvo en mitad del camino averiguar que era, vio que colgaba del cuello de la muchacha un precioso colgante de campanilla, se lo quito y lo guardo en el bolsillo.
Cuando llego a su casa fue directo a el viejo cobertizo y con su hacha despedazo a la muchacha, separando las partes más blandas y tiernas de aquel cuerpo inerte, llenando dos vasijas de barro casi hasta los topes.
Recordó entonces que estaba embarazada, cogió el feto de la criatura en sus manos y lo introdujo a trozos en las vasijas.
Manuel no quiso tener remordimientos, sus hijos no se morirían de hambre.
Enterró los restos en la parte trasera de la casa junto al colgante de campanilla, ocultando su atroz comportamiento.
Cuando Juana, que se hallaban medio dormida en la mecedora, vio entrar a su marido con las dos tinajas llenas de carne, se puso las manos en la cabeza, loca de contenta de cierta cantidad de comida.
Pensó que habría cazado algún ciervo o si tal vez había matado algún animal de una granja cercana, pero no se lo pregunto.
Manuel no dijo nada por unos segundos, solo que avivara el fuego de la chimenea, que los niños mañana comerían por fin.
Juana se pegó toda la madrugada cocinando la carne que tenía con unos pocos cardos.
A la mañana siguiente el olor a comida despertó a los niños hambrientos y todos disfrutarán de aquella comilona.
Todos menos Manuel, que sólo hacia mirar a sus hijos y su mujer disfrutando y relamiéndose los dedos.
Pero no podía olvidar cómo consiguió aquella carne tan apetitosa.
Esa misma noche los niños estaban intranquilos y asustados por la tormenta.
Una tempestad golpeaba las puertas y ventanas.
—tranquilos hijos míos no tengáis miedo, no hay nada ahí fuera y si lo hay ya se ira, —les dijo Juana a los niños—.
Manuel tuvo una pesadilla.
Aquella chica tan bella en su tumba con su colgante de campanilla y el descuartizado su cuerpo sin miramientos.
Algo le despierto, vio luz en la cocina una incertidumbre y desasosiego le hizo levantarse de la cama y dirigirse a ver si la lumbre había prendido alguna silla o cortina.
Un sonido le hizo estremecer, un suave tintineo, el sonido de una campanilla retumbaba por todas partes.
Un resplandor ilumina la estancia de una forma chispeante y extraña.
Se quedó petrificado, sus ojos no daban crédito de lo que estaba frente a la chimenea.
No pudo moverse.
No pudo reaccionar.
Un joven, se hallaba frente a las pocas ascuas que vislumbran mágicamente por su vestido blanco.
Flotaba como un ángel, pero no era precisamente un ángel lo que había entrado en su casa.
La muchacha que había desenterrado, la que se habían comido en aquel suculento guiso, se giró frente a él.
Blanca como la nieve, sus ojos grandes de un verde brillante y un cabello negro como la misma noche, le miraba fijamente.
De su vientre emanaba sangre.
—Tú, tú no sólo has profanado mi tumba y has comido mis carnes, también a el pequeño que se cobijaba en mis entrañas, —dijo el espectro—.
Manuel entro en pánico, el miedo sólo le permitía retroceder en pequeños pasos hacia el pasillo estrecho de su pequeña casa.
—Te arrancare la pena que tienes, os comisteis a mi hijo para que comieran los tuyos, ya no tendrás que alimentarlos más, —sentencio el fantasma—.
La muchacha atravesó su cuerpo con tanta rapidez que Manuel no pudo más que taparse los ojos y gritar.
Su mujer salió del salón de la cocina asusta, llamándola a gritos, cuando Manuel cayó en la cuenta, ¡los niños!, ¡los niños!, ¡los niños no!, corrieron a la habitación y los niños no estaban.
Solo la ventana abierta por la tormenta de nieve.
Horrorizado salió a la calle dando gritos de locura.
Cuando a lo lejos, entre los primeros arboles del bosque, vio al anima arrastrando a los niños de los pelos, mientras estos lloraban desconsolados.
Buscaron durante días, noches enteras, semanas, hasta que por fin Manuel confesó lo sucedido a las autoridades.
Fueron al cementerio a desenterrar la tumba de la joven arrollada por el carruaje, el espanto cubrió los rostros de todos los que se hallaban en aquel momento, contemplando el esperpento espectáculo.
Cuatro niños se hallaban en esa tumba, sus bocas desencajadas por el horror, sus ojos abiertos y negros como el azabache, engarrotados unos sobre otros arañaron la madera hasta morir.
Y en las manos de uno de ellos, de el mas pequeño, un hermoso…colgante…de campanilla.
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